viernes, abril 13, 2018

POLÍTICOS COMO CHAMANES


Existen en el lenguaje político ciertos términos desgastados que ya no son monedas fiables. Tanto uso y manoseo han acabado por borrar el relieve de sus superficies, que era lo único que les daba valor. Ahora son simples trozos de metal. Y, sin embargo, siguen circulando en el mercado político como si fuesen de curso legal. Con ellas se compran odios y amores, vituperios y fatuas exaltaciones que vienen finalmente a canjearse en votos: blanqueo definitivo del dinero sucio.


Qué importa que las monedas sean falsas si, a su manera, siguen funcionando. El chamán más ignorante sabe que la carencia de significado de una palabra se compensa con creces si adquiere a cambio un poder hipnótico. Y pocos políticos se resisten a utilizar este poder. Son políticos chamanes. Los he visto; todos los hemos visto. Arengando a la multitud con sus gestos mientras pronuncian la palabra mágica. El eslogan y el ripio sustituyen a la argumentación; la expresión rimbombante al término preciso que pretende atrapar la realidad. En nombre de la nación alemana, Hitler exterminó a los judíos. Y por el bien de la humanidad e invocando la justicia universal Stalin mató de hambre a millones de compatriotas. El abuso de las palabras por los brujos de la tribu acaba casi siempre por asesinar, primero a la semántica y luego a las personas. Sin semántica, las palabras son solo recipientes de profundas emociones, sonidos mágicos que me dicen si soy de los buenos o de los malos, marcas en el territorio que indican donde está el enemigo. Imponer ciertos usos lingüísticos y estigmatizar otros es la tarea de los nuevos chamanes. Pervertir el significado de los términos, avivar las pasiones y fomentar la estulticia son las inevitables consecuencias.
 
En el caso español, me pregunto qué tipo de hechizo esconden hoy en Cataluña expresiones como facha, franquista o fascista, una y mil veces invocadas, lanzadas al adversario como maldiciones de la misma calaña que el mal de ojo y el rabo de lagartija. El manido “España nos roba” o la fantasía proclamada por Marta Rovira: “violencia extrema y muertos en las calles”, son solo dos de las múltiples proclamas con las que suelen acabar sus conjuros. Palabras gastadas y frases hechas que anulan la inteligencia y adquieren una renovada importancia por lo que invocan y sugieren, por lo que pretenden resaltar y por lo que quieren ocultar. Se construye así un idioma solo para iniciados< La mayoría de los secesionistas nunca dirán Cataluña y el resto de España, dirán Cataluña y el Estado. Dialogar es negociar el modo y los plazos para alcanzar la independencia. Derecho a decidir es tan solo la fórmula acordada para subrayar que Cataluña es una nación soberana y España un Estado sin nación. Por más que el articulo 155 de la Constitución esté, obviamente, en la Constitución; para los independentistas es anticonstitucional.

Los independentistas encarcelados por una acción ilícita son presos políticos; y si huyen, exiliados. Pero si no son secesionistas son, respectivamente, políticos presos o prófugos. Llamarán policía nacional a la policía autonómica, y a la verdadera policía nacional la llamarán siempre policía española. Dirán que el Estado español es represor; pero evitarán explicar que lo es en la misma medida que hace cumplir la ley y, que en este sentido, todo Estado es represor —incluso un futuro Estado catalán—. La normalización lingüística consiste en benévolas medidas de protección a la lengua catalana, pero nunca confesarán que conlleva prohibir a los comerciantes rotular en español y a los profesores enseñar en español a los alumnos.

Pero el chamanismo político que padecemos no se agota en el delirio nacionalista. Una tribu hermana viene a sumársele: la autodenominada Nueva Izquierda que brota de pensadores como Althusser y Gramsci. Sus seguidores, más torpes y zafios que sus maestros, convierten el lenguaje en un campo de batalla en el que se conquistan palabras como si fuesen colinas estratégicas. El nuevo vocabulario acaba por ser asimilado por todos los partidos y los medios de comunicación. Ser feminista ya no es defender la igualdad entre hombre y mujer sino abanderar la discriminación positiva que discrimina negativamente al varón. El género no es una categoría gramatical que se expresa en la dualidad masculino y femenino. Tampoco se corresponde con el básico niño o niña que nos comunica el tocólogo tras escrutar la esperada ecografía de nuestro hijo. Es una identidad elegida entre más de cien posibilidades —según un tal Vitit Muntarbhorn, supuesto experto y Defensor Global LGBT de Naciones Unidas, hay exactamente ciento doce—. Un hombre puede elegir ser mujer, incluso mujer lesbiana, y el Estado ha de reconocer su derecho a serlo. Si tal derecho incluye la asignación de un ginecólogo en la Seguridad Social sigue siendo a día de hoy un enigma.


Plan utilizaba el vocablo simploke para señalar que las ideas suelen estar enredadas. De modo que para pensarlas hay primero que desenredarlas. En realidad pensar y desenredar son lo mismo. Y ambas cosas son complicadas hoy. Al abrir un periódico o encender la televisión uno se da cuenta de que hay demasiados enemigos de Platón: no solo se complacen en la simploke de las ideas, sino que parecen tener una clara voluntad en aumentar el enredo. 


Ante este estado de cosas, y a poco que se respeten las palabras y los significados que quieren ser pensados a través de ellas, solo cabe ser una cosa: disidente. Siquiera como defensa propia ante un mundo invadido por emoticonos, conjuros y consignas tribales.



Artículo publicado el 15 de enero de 2018 en Disidentia

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