domingo, abril 10, 2016

CONSTITUCIÓN POLÍTICA


Tras la caída del Imperio romano de Occidente Europa se queda sin el derecho objetivo de un potente Estado, y el pueblo romano, ya casi una ficción, acaba por diluirse en pequeños feudos y comunidades. Comienza la Edad Media. Las primeras monarquías ponderadas intentan armonizar y garantizar el ethos existente: los usos y costumbres de cada lugar, el derecho estamental, el derecho vigente en cada feudo y el derecho canónico mantenido por la Iglesia, única institución presente en todos los territorios. A partir de los siglos XI y XII los reyes adquirieren más poder y se esfuerzan por unificar el derecho. Se van constituyendo así los nuevos estados europeos y, con ellos, los pueblos y las naciones que habrán de habitarlos. En los siglos XVI y XVII las estructuras estatales de los principales países europeos están ya claramente definidas y los reyes han dejado de ser garantes del disperso derecho previamente existente para convertirse en monarcas absolutos y creadores de leyes.

            Juan Bodino y posteriormente Hobbes emplean entonces los términos soberanía y soberano. El soberano es el sujeto que posee el supremo poder. En las monarquías absolutas el rey es el soberano: juez, gobernador y legislador por encima del cual no hay hombre ni ley alguna. La soberanía del rey es inalienable, indivisible e irrepresentable. Su poder se fundamenta en Dios y se trasmite por herencia genética de una generación a otra. El rey representa, asimismo, la unidad política de su pueblo y en nombre de ella y de Dios reina y gobierna.

            Durante el siglo XVIII el titular de la soberanía es cuestionado. Si Bodino y Hobbes utilizaron el término referido fundamentalmente al rey, será Rousseau el primero en afirmar que el pueblo es o debe ser el soberano. Un poder popular a imagen y semejanza del antiguo poder del rey: inalienable, indivisible e irrepresentable. Las revoluciones norteamericana y francesa ponen en práctica la idea rusoniana de la soberanía popular, aunque con una importante modificación: el carácter representativo de la asamblea nacional. Entra entonces en juego el principio democrático que pretende sustituir al principio monárquico del antiguo régimen. No se trata tanto de cómo organizar la sociedad sino a quién corresponde en justicia hacerlo.

            Es en este contexto donde tiene pleno sentido el término Constitución. En EE.UU y Francia son las asambleas nacionales las que elaboran una constitución. Pero, ¿qué es lo que constituyen las constituciones? No desde luego los estados ni la Ley, pues los estados monárquicos estaban ya constituidos y tenían su propia ley objetiva. Tampoco los pueblos o las naciones ya constituidos en los límites territoriales de los estados. Constituyen entonces las garantías de los derechos fundamentales y la independencia de los poderes del Estado. Así, el poder soberano del pueblo pone limite al poder político convirtiéndose en un poder constituyente. Y los planteamientos democráticos de Rousseau se complementan con los principios liberales de Locke y Montesquieu.
            A finales del XVIII el pueblo revolucionario era la burguesía liberal y, frente a la amenaza constante del poder del rey capaz de poner en peligro sus libertades y propiedades, el pueblo se afana por garantizarlas. Los derechos fundamentales son los derechos políticos y civiles. Los primeros posibilitan la participación del pueblo en la elaboración de las leyes, y los segundos garantizan las libertades individuales: entre ellas, la libertad de expresión, de propiedad y de comercio. Para hacer más efectiva la garantía de estos derechos es ineludible que ejecutivo, legislativo y judicial no dependan unos de otros y que el rey, que sigue siendo el titular del ejecutivo, se convierta en un poder constituido, es decir, limitado por la propia constitución y enfrentado al legislativo. No es pues retórico el articulo XVI de los derechos del hombre y el ciudadano: Toda sociedad en la cual no esté establecida la garantía de los derechos, ni determinada la separación de los poderes, carece de Constitución.
Tenemos entonces que, en puridad, una verdadera constitución tiene tres rasgos ineludibles: el principio democrático de su origen, la garantía de los derechos fundamentales y la independencia de los poderes del estado.
            Durante el siglo XIX gran parte de la burguesía se torna conservadora e intenta apoyar a los reyes para compensar el peligroso avance de las fuerzas populares cada vez más proletarizadas. Se produce entonces una regresión en el principio democrática y el rey recupera parte del poder perdido. No obstante, los reyes asumen ya las conquistas de la burguesía liberal y conceden, con reservas, los derechos civiles y políticos; y a veces son incluso respetuosos con la independencia de los poderes del Estado. En otras ocasiones, como ocurre en Francia con Napoleón III, la independencia de poderes no es concedida. Se elaboran pseudoconstituciones en ocasiones muy similares a las revolucionarias, pero dadas o concedidas por el monarca y no por el pueblo. El poder constituyente es entonces del rey y no del pueblo. En puridad tales cartas de leyes se llaman Cartas otorgadas. Y solo equívocamente podemos referirnos a ellas con el nombre de constituciones.
            El siglo XX ha conocido regímenes donde la legalidad del estado no dependía de Constitución o Carta otorgada, sino de una carta de leyes que no respetaba el principio democrático, los derechos fundamentales ni la separación de poderes: el fascismo en Italia, el nazismo en Alemania o el propio Franco en España.
            La Constitución no es pues cualquier cosa y no es desde luego una mera carta de leyes, posibilita el juego político, o más propiamente: la política. Atendiendo a la distinción que el insigne pensador Dalmacio Negro propone, lo político es inherente a las sociedades humanas en la medida en que éstas van acompañadas de un poder coactivo que mantiene el orden social, pero la política es el reino de la libertad. Sin libertad de pensamiento y expresión que posibilita el debate abierto, y sin el resto de libertades políticas e individuales, no hay pues política. Y si somos escrupulosos al respecto, diríamos que si tales libertades son concedidas y no conquistadas por el pueblo, tampoco; pues extrañas libertades son aquellas que puede ser eliminadas al margen del la voluntad de la nación: lo que es concedido graciosamente pude ser graciosamente arrebatado. La Constitución propone entonces unas reglas de juego, mera estructura formal sin abundar en contenidos explícitamente ideológicos. Por eso los llamados derechos de segunda generación o derechos sociales pueden o no incluirse en el texto constitucional, pero no son en puridad constitución, sino leyes de la constitución, como afirma Carl Schmitt en la obra fundadora del constitucionalismo moderno Teoría de la Constitución.
            En 1791 la revolución francesa no desalojó al rey del poder, lo cambió de lugar: pasó de ser sujeto soberano a poder constituido. Francia se dotó de una verdadera Constitución porque hubo una ruptura y la soberanía cambió de titular. Obviamente si el poder soberano y, por tanto constituyente, no es el pueblo; debe haber necesariamente una ruptura. Un texto constitucional que debiese su legitimidad a las leyes monárquicas anteriores, aun siendo idéntico en su forma, no sería entonces Constitución, sino Carta otorgada. Y el monarca, siendo constituyente y constituido a la vez (ese oxímoron), podría romper en cualquier momento las reglas del juego que él mismo ha diseñado, consentido o tolerado. El término Transición, utilizado en España para referirse al cambio político producido tras la muerte de Franco, es pues un eufemismo para evitar el término reforma. Y si venimos de una dictadura, la reforma no puede producir constitución alguna. La frase tan profusamente repetida y alabada “de la ley a la ley”, expresa inequívocamente de dónde viene la legitimidad de la pseudoconstitución española y cuál es el pobre papel de la inexistente soberanía del pueblo español. La carta otorgada del 78 fue pactada por los poderes franquistas y por las nuevas elites políticas que vinieron a sumarse. Se privó al pueblo de un periodo de libertad constituyente y de un referéndum sobre monarquía o república ineludible en todo principio político que pretenda nacer sin pecado original. No recuerdo que hubiese debate ciudadano alguno sobre la conveniencia o no de las autonomía (solo hubo negociación entre oligarcas). O sobre la financiación de los partidos políticos por el erario. Los trileros del momento nos vendieron las libertades civiles mientras nos ocultaron todo lo demás. Inexistente pues el principio democrático en el origen de nuestra mal llamada constitución. Y si bien nos concedieron derechos políticos y civiles, no tuvieron a bien concedernos un sistema electoral verdaderamente representativo ni la esencial independencia de poderes. En realidad nadie mató nunca a Montesquieu, porque sencillamente nunca nació.
¿Puede haber una constitución puramente social? Aunque la expresión derechos sociales es muy genérica, al menos desde la segunda guerra mundial se asocia con el llamado Estado del Bienestar. Y obviamente, el estado del bienestar quiere favorece el bienestar material de los ciudadanos. Cosa muy difícil si no hay desarrollo económico y dinero suficiente. Inflar la constitución con derechos sociales para blindar su cumplimiento (afán de muchos partidos autodenominados de izquierdas), no garantiza desde luego que los derechos sociales allí expuestos se cumplan. Pues por más poder que tenga el poder constituyente, no es omnipotente: desgraciadamente la palabra escrita no tiene propiedades mágicas. Si no hay dinero, poco bienestar material puede proporcionar la declaración solemne de los más avanzados derechos sociales. Muy al contrario, muchos derechos sociales constitucionalizados y reiteradamente vulnerados, lejos de fortalecerse, se debilitan al evidenciar su impotencia imperativa. Y a la vez, pueden debilitar los derechos fundamentales y el resto del texto constitucional. Pues a mayor número de leyes incumplidas, mayor devaluación de las leyes y principios que se han de cumplir y respetar obligatoriamente. Los derechos fundamentales y la separación de poderes dependen tan solo de la voluntad política y tienen un carácter formal (limitan los poderes del estado y garantizan la libertad), pero establecer por ley un mundo que nos libre de todo mal no solo depende de la buena intención del legislador, sino de factores económicos en gran medida incontrolables. Hoy no se cumple el derecho constitucional al trabajo para todos los ciudadanos y probablemente mañana no se cumplirá que todos los ciudadanos cobren 2000 euros de sueldo mínimo por el hecho de existir, ergo ¿por qué ha de cumplirse entonces la exigencia constitucional de que la justicia sea independiente del ejecutivo o el elemental derecho a la libre expresión? Leyes sociales que no se pueden cumplir tienen algo de inútiles, y como decía Montesquieu las leyes inútiles debilitan a las necesarias. Si alimentamos la idea de que la Constitución puede ampliarse indefinidamente con nuestros mejores deseos, queda emboscada su propia esencia. Y ninguneada la esencia puede ser finalmente eliminada o reiteradamente incumplida.
       Pero si constitucionalizamos los derechos sociales, ¿por qué no los derechos animales y los de la madre tierra? Con tantos derechos es inevitable que surjan contradicciones: la lechuga y yo tenemos derecho a vivir, pero si quiero vivir tengo que comerme la lechuga. ¿Me permitirá tal constitución un acto de tanta crueldad? Por este camino tendremos un libro al que llamaremos constitución que en el mejor de los casos describirá una bonita utopía. En el peor, un pesadillesco galimatías atiborrado de derechos de segunda, tercera o cuarta generación, oscuro y tenebroso como la niebla. Complejidad y laberinto que solo puede beneficiar a los tiranos dispuestos a hacer ley de su voluntad. En cualquier caso, no tendríamos constitución alguna. Nuestro utópico o laberíntico libro daría paso así a un Estado omnímodo con licencia para intervenir en todos nuestros asuntos con el bien social, ambiental o ecológico como excusa. Es decir, un estado metomentodo empeñado en crear al hombre nuevo con sofisticadas técnicas de ingeniería social: ¿la forma amable de un estado totalitario? Probablemente. Así ocurre y ocurrió en muchos países socialistas, pues una constitución que menosprecie la libertad y el control del poder estatal (aunque sea con las mejores intenciones), no es constitución. Es modélica en este sentido la constitución de los EE.UU de tan solo seis páginas. No hacen falta más para decir lo fundamental. 
        Los asuntos sociales son obviamente importantes y es el juego político que la constitución inaugura el que tendrá que determinar su presencia. Los partidos y asociaciones surgidos de la sociedad civil ofertarán diferentes modelos ideológicos y serán los ciudadanos los que habrán de tener la última palabra por medio del debate abierto y el sufragio. Más impuestos y más servicios públicos o menos impuestos y menos servicios, más libertad y autonomía para el ciudadano o más seguridad y dependencia del estado son los polos elementales en los que el juego político se mueve en toda sociedad abierta, plural y regida por una verdadera constitución. Hay leyes más acá de la constitución, y el parlamento, poder constituido, tiene licencia para promulgarlas. La regla básica es no contradecir la constitución misma, que es tanto como decir no saltarse las reglas del juego.