miércoles, enero 13, 2016

NO ES UN GOLPE DE ESTADO


 
No es un golpe de estado a cámara lenta. Ni siquiera es un golpe de estado. Es un proceso revolucionario. El golpe de estado se urde en secreto y la revolución es siempre explícita y publicitada. Lo que está ocurriendo en Cataluña lo escuchamos por la radio, lo vemos por la tele y lo leemos en los periódicos. Desde hace años: día a día, minuto a minuto. Determinada la sustancia del fenómeno, esforcémonos pues en calificarlo adecuadamente.
La revolución catalana carece de legitimidad popular. Más allá del espejismo que supone la hegemonía cultural fomentada por las instituciones catalanas, ninguna mayoría se levanta entusiasta por el acontecimiento: menos de un tercio del censo catalán parece defenderlo, más de un tercio lo rechaza y aproximadamente un tercio de abstencionistas lo soporta y lo sufre en silencio. El apoyo es infinitamente más pequeño si consideramos los habitantes del todo el territorio español: los verdaderos soberanos.

La revolución catalana es mediocre, gris y cómica. Los dos grandes modelos revolucionarios latentes siempre en el imaginario colectivo son el francés y el soviético. Ambos, trágicos acontecimientos. Y no por la sangre derramada, aunque también por ello; sino por su ineludible hondura. Trágicos pues en el sentido en que lo es un drama bien trazado, un argumento profundo y grave capaz de llegar hasta la médula del espíritu, como una obra de Shakespeare o una novela de Dostoievski. Allí encontramos grandes ideas: libertad e igualdad; y hombres brillantes intelectual y políticamente: Robespierre el incorruptible y Lenin el genial ideólogo. La gran idea del nacionalismo catalán es que España nos roba. ¿Los grandes hombres? Mas, la familia Puyol y el bisoño Puigdemont. Ni Mas ni la familia Puyol, motor plutocrático de este sainete, son evidentemente incorruptibles ni geniales ideólogos. Apenas pícaros ladronzuelos venidos arriba. Revolución mediocre y gris, por tanto. ¿Y cómica? Marx dixit: la historia acontece primero como tragedia y luego se repite como farsa. Las grandes y trágicas revoluciones pasaron ya. Hace meses que contemplamos cómo en el circo de cartón piedra se van sustituyendo los payasos. Los políticos elaboran monólogos humorísticos en el Parlamento y los presentadores de telediarios se parecen cada vez más a Gila narrando su guerra.

La revolución catalana es anacrónica. Pretende ser una revolución romántica del siglo XIX sin querer enterarse de que estamos en el XXI. Garibaldi integró a las partes para constituir un todo: una Italia grande a la altura de un ideal. El nacionalismo catalán pretende desintegrar España, el país más antiguo de Europa, en insignificantes partes; y con ello desmembrar la Unión Europea y poner ante un dilema absurdo a la Comunidad de Naciones. Diminuta grandeza de garibaldis de medio pelo con la brújula estropeada. Juliano el Apóstata se rebeló contra el cristianismo imperante: ignorante del viento de los tiempos, fue una excepción insignificante en un Imperio romano cada vez más cristianizado. La globalización es hoy el viento de la historia y muros y fronteras tienen mala prensa. Triste el poderoso emperador que confunde el norte. Y por la misma razón, triste la revolución musculosa y atlética que ignore el viento de la historia. Más triste aun si además de ignorante es enclenque y contrahecha. Este es el caso.

La revolución catalana es mendaz. Y no solo porque insista en la bobería de que Colón y Cervantes fueron catalanes. Sino, sobre todo, por el torpe esfuerzo sofístico de su argumentario.

Atendamos a la primera falacia: Cataluña es una colonia ocupada por España donde sus habitantes son oprimidos y discriminados por los invasores. Por lo tanto, tenemos derecho a la secesión. Nos dicen sin sonrojo alguno. Todavía nadie me ha explicado en qué consiste la opresión de los invasores en una de las regiones más ricas y prósperas de España. Empeñado en descubrir el momento exacto de la ocupación, sigo sin encontrarlo en los libros de historia.

Escuchemos la segunda proclama: Lo normal en los países democráticos y civilizados es que el derecho de secesión de una parte del territorio sea reconocido, como ocurrió en Reino Unido en relación con Escocia. Suelen afirmar entre solemnes y fatuos. Sin embargo Reino Unido en esto, como en un montón de cosas más, es precisamente la excepción y no la regla. Los vehículos circulan por la izquierda, siguen usando la libra esterlina y los bobis patrullan sin armas de fuego. Pero en lo que respecta al tema tratado es pertinente resaltar sus dos peculiaridades más significativas. Excepción en su modelo territorial y excepción en su cuerpo legal.

Reino Unido es un estado compuesto. Casi un estado confederado constituido por estados o casi estados soberanos; si es que el propio Reino Unido es un estado al uso y no meramente un gobierno. Escocia fue independiente hasta 1707, momento en el cual su Parlamento decidió unirse con Inglaterra. Políticos de Londres compraron algunas voluntades de representantes escoceses. Es cosa sabida. Desde entonces muchos escoceses guardan cierto resentimiento. Y los ingleses, cierta culpabilidad; por eso un número considerable de ingleses con mala conciencia no ven del todo mal un referéndum. Irlanda o Gales transitaron por caminos diferentes.

En el ámbito jurídico, Reino Unido funciona sin Constitución al uso y mutatis mutandis también Canadá, tan imbricada con la legalidad británica a lo largo de su corta historia y tan influida por ella. En su lugar existe Derecho que se constituye sin solución de continuidad desde la Magna Carta de Juan sin Tierra en el siglo XIII hasta la actualidad, y que se parchea y se rectifica a sí mismo a través de costumbres asumidas, leyes acumuladas, antecedentes consumados y jurisprudencia varia. Sin embargo la norma continental desde la Revolución francesa, presente también en EE.UU, es la elaboración escrita de una constitución por una asamblea constituyente. Allí queda constatado, de modo solemne e inequívoco, el sujeto soberano: todos y cada uno de los que habitan dentro de los limites territoriales del Estado. A veces lo llamamos nación y otras, pueblo. Nadie puede dividir legalmente el Estado, salvo la propia nación, pues la nación, como las personas, tiene el derecho natural a suicidarse. Mientras tanto, gobernantes y gobernados han de someterse a la Ley. La consecuencia inmediata es que ningún presidente puede conceder graciosamente un referéndum secesionista sin convertirse inmediatamente en un odioso felón. A excepción del primer ministro británico, claro.

El gobierno de Londres decidió el referéndum escocés, que no el de Irlanda ni el de Gales, porque ninguna ley se lo prohibía, atendiendo a la peculiar historia de Escocia (en nada semejante a  la de Cataluña); y por que le dio la gana. Con ello sentó un precedente. Hasta ahora les ha funcionado, pero la película no ha terminado todavía. Allá ellos. Para el resto de países europeos: Alemania, Portugal o Italia, por ejemplo, tal hazaña legal es simplemente imposible. ¿Y en la gran y democrática Francia tan admirada por muchos españoles, incluidos tantos y tantos catalanes? Ni siquiera en la democrática Francia. O mejor dicho: imposible e impensable en Francia, precisamente por ser tan democrática. 
Pero ¡ojo! Lo peor es que la revolución catalana de la señorita Pepis puede acabar triunfando para desgracia de todos, catalanes incluidos. Y no precisamente por su implacable ímpetu revolucionario. Las naciones, como los imperios, no son destruidos. Se suelen derrumbar solos por pura indolencia y descreimiento generalizado. Entre una España que muere y otra que bosteza, que decía el poeta, o los españolitos espabilamos o España se desmantela ella solita. Entre la comedia y la tragicomedia a menudo media un suspiro. La casta política de Madrid es tan patética, gris y bufa como su antagonista catalana: verosímil coincidencia si pensamos que ambas son españolas, ¿no? Si esto sigue así, me temo que al final nos matarán a todos. Pero de risa o de tediosa melancolía.
La presente entrada se publicó en una versión más reducida el 11 de marzo de 2016 en el diario INFORMACION de Alicante. 

jueves, enero 07, 2016

QUIEREN DECIDIR QUE NO DECIDAMOS


Para el abate Sieyès, figura destacada de la Revolución Francesa, la nación es una realidad prejurídica soberana. Es decir, con el poder inalienable de dar a luz un estado constitucional. No obstante, esta realidad prejurídica es el conjunto de personas que trabaja y vive dentro del Estado monárquico previo. La naciones, el pueblo francés o el pueblo español, por ejemplo, estaban claramente definidas en los territorios de los respectivos reinos. Y tales territorios no fueron elegidos ni constituidos por la nación o por el pueblo.
Después de Sieyès vinieron los románticos: se empezó a hablar de la nación a modo de espíritu con voluntad propia. Tal voluntad solo era descifrable para expertos exegetas de lo misterioso: meros espiritistas no muy diferentes de alucinados jugadores de güija. Siendo así, la nación se convirtió en un oráculo; y una casta entre política y sacerdotal, en sus privilegiados intérpretes. Raza, religión o lengua se trocaron en pruebas de su incuestionable existencia. Allí donde aparecía este omnímodo y difuso espíritu debía encarnarse en un Estado. El último capítulo de tan extravagante aventura fue el Tercer Reich alemán.
¿Tenemos los habitantes de un territorio derecho a destruir un estado para construir otro? La democracia tiene que ver con decidir, pero no es solo derecho a decidir. No tenemos derecho a decidir si Napoleón fue emperador de China o si apedreamos al vecino del quinto tan solo porque lo deseamos y lo sentimos así, sin más. Aunque sea mediante un inmaculado referéndum. Salvo por colonialismo o por opresión explícita de una minoría la soberanía y los estados tampoco se deciden legalmente por sufragio. Nos vienen dadas por la Historia o se cambian tras un hecho revolucionario. Todos y cada uno de los actuales españoles tenemos derecho a mejorar nuestro estado (en el peor de los casos, a empeorarlo), pero una parte no tiene derecho a romper el todo. En democracia se deciden muchas cosas, pero quiénes son los que deciden es un punto de partida que ninguna democracia puede decidir.
Quien tiene derecho a decidir sobre su destino es ya soberano. Si Cataluña decide en un referéndum legal si es o no un estado independiente, inmediatamente se convierte en un estado soberano sea cual fuere el resultado. Y España, de facto, en una confederación donde el sujeto soberano y constituyente español se destruye en el mismo momento en el que se legaliza la consulta. El pensamiento débil de gran parte de la ciudadanía pasa por el aro del llamado derecho a decidir, pues se ha habituado a pensar que meter un papel dentro de una urna es sinónimo de democracia. Y la palabra “democracia” es el mantra moderno que sacraliza toda acción: “Total, si quieren irse que se vayan. Si lo deciden ellos, pues bien está, ¿no?”, escucho por doquier. Ignoran la Historia, el pensamiento político y las inevitables consecuencias de los hechos a los que nos abocan el buen rollito y el buenismo imperante. Pero los voceros del disparate, que pasan por elite ilustrada, no se quedan ahí. Pablo Iglesias y los suyos defienden un inexistente derecho a la secesión y acto seguido declaran que no son partidarios de la secesión.¿Ignorancia satisfecha o perverso cinismo?, me pregunto yo. La cuestión no es que Cataluña se separe o no del resto de España (la Historia tienen siempre la última palabra en estas lides). Lo verdaderamente crucial es que los habitantes actuales del territorio de Cataluña decidan o no unilateralmente tal cosa. Si así lo hicieran, la catástrofe sería inevitable. Como si de un montón de naranjas tomamos una de ellas que está en la base provocando, sin querer, que todas rueden por el suelo. ¡Caramba, yo no sabía que iba a montar este lío!, decimos entonces avergonzados mientras miramos al dueño de la frutería.
Hobbes, Locke, Sieyès, Rousseau y la Revolución Francesa al completo deberían ser de lectura obligatoria un día sí y otro también en todas las escuelas. “Total, si quieren irse que se vayan. Si lo deciden ellos, pues bien está, ¿no?”. En fin, a veces pienso que la civilización occidental, o lo que de esta queda, se irá al garete por pura bisoñez y ñoñería. La vieja Europa parece repoblada por nuevos adanes que se empeñan con entusiasmo en que la bobería sea considerada virtud.

Publicado en el diario INFORMACION de Alicante el día 19 de enero de 2016