sábado, noviembre 03, 2012

NACIONALISMO

El término nación es un universal con al menos dos significados distintos. Desde la sociología política se consideran paradigmáticos al respecto el nacionalismo francés y el nacionalismo alemán, tal como se desarrollan durante el siglo XIX. Para los franceses la nación es un concepto construido que en última instancia se refiere a cada uno de los individuos concretos que la forman. Así pues, la nación francesa es el conjunto de los ciudadanos franceses. ¿Quiénes son estos ciudadanos? Aquí es donde entra el mecanismo abstractivo y la convención. Es francés aquel que tiene las cualidades comunes propias de los franceses. Como esta definición circular es poco esclarecedora, y quizá podría haber un francés que no nació en el territorio francés o no habla francés o no tiene el aspecto de la mayoría de los franceses, entonces se recurre a la convención: el rasgo fundamental para ser francés es querer serlo. Sin embargo, para algunos alemanes del siglo XIX la nación es un universal que existe realmente. Es decir, es una esencia, un Volksgeist, un espíritu que transciende a cada uno de los individuos que la constituyen. Se es alemán naturalmente, aunque no se quiera, si se participa de la nación alemana; como un árbol lo es por participar de la Idea de árbol en un mundo celeste, que diría Platón. 


Ningún pensador serio cree hoy en día en esta realidad de los universales y la mayoría sonreiría maliciosamente si escuchase a alguien afirmar la existencia de la Idea de árbol y, sin embargo, a todas horas oímos a políticos presuntamente serios afirmar solemnemente la existencia real de la nación, a la manera alemana y no a la francesa. Y no obstante nación es un concepto construido tan endeble y artificioso como arbolaridad. 

El nacionalismo alemán se articula en torno a los conceptos de identidad y diferencia. Herder, originariamente, considera que la identidad nacional habita en la lengua y en las tradiciones, pero considera a cada nación en un régimen de igualdad legal. Es decir, afirma la diferencia cualitativa entre naciones a la vez que la igualdad legal entre ellas. Asimismo, cada nación constituye una unidad moral y espiritual que proyecta una perspectiva de la divinidad. Dada la igualdad legal entre naciones debemos suponer que las diferentes perspectivas de la divinidad que proyectan las distintas naciones no han de ser opuestas sino complementarias y equivalentes. Con igual dignidad. Pero muy pronto este cándido nacionalismo romántico se fue radicalizando: del nacionalismo cultural se pasó al nacionalismo político, de la identidad lingüística a la racial, y del canto bucólico a la diferencia se pasó a la superioridad de unas razas sobre otras. En sus Discursos a la nación alemana Fichte afirma que la identidad alemana, entendida aún en un sentido lingüístico, no es sólo diferente a las identidades de otras naciones, o sea, a las otras lenguas, sino superior. Pero el paso definitivo lo dará Schlegel pues al enunciar que hay tantas razas como lenguas sugiere que la raza se corresponde con la lengua, como si ambas fuesen cara y cruz de una misma moneda. Posteriormente aparecerán verdaderos apologistas de la identidad nacional entendida como raza, de la desigualdad entre ellas y de la superioridad de unas sobre las otras. La culminación práctica de esta trayectoria será el nazismo del siglo XX, haciendo realidad la máxima de que la raza superior debe gobernar, someter y en su caso aniquilar a las inferiores. 
Tras la Segunda Guerra Mundial, conocidas las atrocidades nazis, el concepto de raza entra en declive moral, y durante la segunda mitad del siglo XX, tras serias investigaciones genéticas, se convierte también en un concepto débil científicamente. Esto hace que casi ningún nacionalista se atreva hoy explícitamente a hablar de raza, aunque es presumible que son muchos aún los que siguen pensando en ella (quizá íntimamente consideren que después de todo, como solía decir Hitler, la raza es una cuestión mental). Por tanto la raza es sustituida por la lengua, más políticamente correcta, aderezada hábilmente por la palabra cultura, tan bien sonante como un hermosísimo vals. De modo que si en lugar de apelar a una raza diferente para justifica la creación de un Estado independiente apelamos a la lengua y la cultura, siendo exactamente lo mismo, parece otra cosa más digna y respetable. Ahora bien, ¿qué ocurre cuando los rasgos fenotípicos entre los individuos que se proclaman de distintas naciones son inexistentes y hablan la misma lengua? Entonces es el factor religioso el que se constituye como bandera nacionalista, como resulta en el caso irlandés. De lo que se deduce que sería una tragedia inmensa para cualquier concepción nacionalista carecer de alguno de estos tres rasgos justificativos para llevar a cabo su programa político. Se entiende entonces la angustia de los nacionalismos lingüísticos, sin raza ni religión a la que echar mano. Y el afán de conservar la lengua contra viento y marea, imponiéndola incluso, de un modo más o menos explícito, a los que no la hablan pero viven en su territorio. A costa, claro está, de otra u otras lenguas que deben ser segregadas por constituir una amenaza a la cultura autóctona. 
De modo que raza, lengua y religión han sido tradicionalmente los elementos reconocibles que han intentado justificar la existencia real de una nación; los signos visibles de una realidad inabarcable y preexistente; rasgos esenciales que, como puntas insignificantes de iceberg, se han considerado demasiadas veces pruebas irrefutables de la vastedad de hielo sumergido en las aguas. Y, sin embargo, esta dialéctica nacionalista de lo oculto y lo profundo sólo puede articularse en un lenguaje esquivo, ajeno a la razón, pariente cercano del sermón religioso o la narración mítica. Que existan hombres de ojos azules no prueba que exista la nación de tales hombres en un mundo idílico de las Ideas ni que los hombres de ojos azules participen de esta suprema realidad. Que existan individuos que se expresan en ruso no prueba que exista una nación de hombres que hablan ruso como una realidad suprema e incluso previa a los hombres que la encarnan. Que existan personas que creen en Alá no prueba la existencia de una nación islámica. Y en cualquiera de los tres caso no es evidente, claro está, que exista un derecho natural a constituirse en un Estado. Si así fuese, los pelirrojos, los que hablan esperanto o spanglish o los Testigos de Jehová serían una nación con igual derecho a reclamar un Estado. Además, siendo la nación siempre un grupo humano, una realidad discontinua, y el Estado un territorio continuo, ¿cómo conjugar esta asimetría?, ¿qué hacer con naciones diferentes que conviven en el mismo espacio? Si los Testigos de Jehová se declarasen nación y reclamasen un Estado ¿dónde estaría su territorio? Quizá la única justificación para constituir una sociedad a la que por convención podríamos llamar nación sería la voluntad de los hombres. Y sólo la voluntad de todos y cada uno de esos hombres justificaría entonces la constitución de un Estado. Pero en este caso, desde luego más racional y comprensible que apelar a la misteriosa arbolaridad, tan digno de ser escuchado sería el anhelo independentista de algunos vascos como el del último pueblo de la provincia de Albacete, y aun del más pequeño de los barrios de ese último pueblo, y así ad infinitum. De modo que la aporía nacionalista se nos cuela esta vez por otra rendija. 
Los Estados actuales son el resultado de complejos avatares históricos. Es una cuestión de facto, no de iure. No justifico su génesis, demasiadas veces se apeló a la irracional arbolaridad y se regó con sangre innecesaria e inocente. Pero este hecho no justifica que otros Estados se construyan sobre los mismos lodos ni que los actuales se destruyan por ilegítimos. Del mismo modo que la decisión de conservar las Pirámides de Egipto, prohibiendo explícitamente su destrucción, no significa aprobar la crueldad con la que se levantaron ni legitima a futuros arquitectos el poner en práctica la misma crueldad que los faraones de antaño. Estamos en el siglo XXI y pretendemos aprender de la Historia. Desde una postura medianamente ilustrada el problema de destruir o construir un Estado carece de interés. Lo verdaderamente importante es si ese o aquel Estado es apropiado para mantener la paz, si sus ciudadanos son libres y si hay verdadera justicia social y respeto debido a las minorías.

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