viernes, marzo 23, 2012

ATRAPADOS EN EL TIEMPO

Publicado por primera vez en la revista Letraviva.

El tiempo es uno de los mayores enigmas para el conocimiento y, precisamente por ello, un gran problema filosófico que muchos pensadores han intentado resolver. Simple y complejo a la vez, se asemeja a un perfilado y nítido fantasma que se diluye entre los dedos cuando pretendemos cogerlo. San Agustín explicó muy bien esta cualidad camaleónica y desconcertante del tiempo: «Sé bien lo que es, si no se me pregunta. Pero cuando quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé». Y, sin embargo, conocer lo qué es el tiempo nos interesa sobremanera, pues no hace falta ser muy sagaz para intuir que de tiempo está hecho el mundo y de tiempo, fundamentalmente, estamos hechos nosotros mismos.
    Existen al menos dos concepciones distintas del tiempo, las dos reconocibles por todos si observamos la Naturaleza con cierta dedicación. La sucesión del día y la noche o las estaciones del año nos muestra un tiempo cíclico sin principio ni fin, pero los seres naturales, incluidos nosotros mismos, experimentamos también cierta irreversibilidad del tiempo. Todos los años, en invierno, celebro la Navidad y, en primavera, me alegro al contemplar el brotar de las flores, pero cada año soy un poco más viejo, irremediablemente. En un momento del tiempo nacemos, transcurrido un tiempo el niño que fuimos se convierte en adolescente y, finalmente, la vejez y la muerte. Nada hay de cíclico en este proceso. Aquí el tiempo se nos revela con una trágica e imparable linealidad.


    Algunas culturas han dado mayor importancia al tiempo cíclico y otras al lineal. En la antigua Grecia se consideraba el tiempo fundamentalmente circular. Además se solía pensar que el transcurrir del tiempo iba siempre de lo más perfecto (lo óptimo) a lo más imperfecto (lo pésimo). Es decir, el tiempo tenía un poder degenerativo, pero cuando se agotaba el ciclo y se evidenciaba lo peor surgía de nuevo lo mejor iniciando así el ciclo. La idea de que lo mejor tiende a degenerar tiene cierta coherencia con algunas observaciones cotidianas. Si abandonamos un castillo de naipes a medio hacer y volvemos para comprobar que ha sucedido, lo más probable es que el tiempo lo haya derribado y no que lo haya conservado. Los físicos actuales suelen explicar esta cualidad degenerativa del tiempo con el concepto de entropía, que es el grado de desorden de un sistema. A mayor tiempo transcurrido mayor entropía. En la antigua Grecia Hesiodo expresaba esta idea degenerativa del tiempo con el mito de Las cinco edades del hombre. La primera raza de hombres era de oro, es decir, felices y perfectos. Pero fueron sustituidos por la raza de hombres de plata, estos por la raza de bronce, luego vino la raza de los héroes y finalmente la raza de hierro, los más desdichados y corruptos. La idea de que tras lo peor suele venir lo mejor es un poco más difícil de asimilar, pero también hay ciertas experiencias psicológicas por todos reconocibles que ilustran muy bien lo que los griegos querían decir con ello. Para recuperar el buen ánimo, como para subir de nuevo a la superficie de la piscina, hace falta a veces tocar fondo y coger impulso. Y, muy intuitivamente, todos sabemos que tras la tempestad y la catástrofe viene la deseada calma.
    También los griegos conocían ese otro tiempo lineal, pero les resultaba tan aterrador como incomprensible. Ese tiempo que no acababa nunca, infinito, sin posibilidad de regenerarse, se les antojaba cruel y destructor, pues si la degeneración se prolonga indefinidamente el grado de corrupción al que se llegará será impensable. Por eso el dios Cronos (Tiempo) es representado devorando sin ninguna piedad a sus hijos. Por otro lado, la prolongación de la línea recta del tiempo nos sugiere el concepto aritmético de infinito, y lo infinito nunca fue comprendido por las geométricas mentes griegas. Se entiende entonces su terror por este tiempo tan insondable como un abismo, pues a todos nos da miedo lo que no podemos comprender. Creación y Apocalipsis son conceptos incomprensibles para los helenos, y la eternidad, lejos de ser concebida como la superación del tiempo, no es más que un tiempo cíclico sin principio ni fin.
    La concepción griega del tiempo predominó durante toda la Antigüedad hasta la llegada del cristianismo, en el inicio de la Edad Media. El cristianismo tiene su origen en otra religión más ancestral, el judaísmo. Tanto una como otra conciben la idea de un solo Dios y un tiempo lineal. Para el judeocristianismo Dios crea el mundo de la nada originando así el tiempo. Pero ¿no había tiempo entonces antes de la creación? ¿Qué hacía Dios en ese presunto tiempo anterior al tiempo? Es conocida la respuesta evasiva que dio San Agustín cuando se la plantearon «Preparando el infierno para aquellos a quienes les gusta hurgar en los misterios». El tiempo mismo, la historia, es una línea recta y ascendente, es decir, perfectiva. El tiempo mejora o tiende a la perfección, la humanidad misma está entonces destinada a mejorar. La palabra progreso, versión laica y moderna del perfectivismo cristiano, no podría concebirse más que en una cultura judeocristiana, nunca en la cultura griega. La historia no es un absurdo, tiene sentido, no sólo en el aspecto literal (el tiempo es una flecha, un vector dicen los físicos), sino religioso. La historia es el escenario donde se fraguará la condena o la salvación de los hombres. Todo lo que empieza y cambia, también acaba. Existirá por tanto un final de los tiempos (el juicio final), y los hombres serán entonces juzgados por Dios. Dios mismo es el Tiempo, el alfa y el omega, el principio y el fin. Un temible Cronos pero no por su gratuita crueldad, sino por su inflexible justicia. Y, como Cronos, también nos devorará finalmente a todos, aunque cabe pensar que amorosamente, acogiéndonos en su seno. El judeocristianismo contempla también el tiempo cíclico. Sin embargo, el tiempo cíclico, propio de los paganos, tiene para los cristianos un cierto tufillo a infierno. Un círculo que nunca se acaba es un laberinto, una cárcel de la que no podemos salir. Hacer siempre lo mismo, durante toda la eternidad, no puede ser un premio. Solo un castigo. Nada hay más absurdo, más estéril, que una incesante reiteración sin consecuencias. Como incluso los griegos, tan amantes del tiempo circular, intuyeron también en Sísifo, el ser condenado a despeñar una piedra que sin embargo vuelve una y otra vez, o Prometeo, el desgraciado titán al que todos los días un águila le comía las entrañas que, sin embargo, le volvían a nacer. El infierno cristiano no es más que ese tiempo circular, pero en su peor posibilidad. Un tiempo en el que siempre pasa lo mismo, y lo mismo es lo peor, quemarse una y otra vez en unas llamas inextinguibles donde el sufrimiento no cesa sino para volver a empezar. Pero si la vida transcurre en un tiempo lineal y el infierno es un absurdo y doloroso tiempo circular, ¿qué es el cielo? No puede ser otra cosa que la superación del tiempo, la eternidad. Un tiempo extraño, difícilmente comprensible, que no tiene principio ni fin, pero que no es tampoco un círculo. La eternidad es un tiempo sin tiempo, un tiempo que se refuta a sí mismo, un tiempo que no es una línea (curva o recta), sino un punto. Es decir, un instante, un tiempo congelado e inmóvil. Un no tiempo.
    Todos somos griegos y cristianos a la vez, acaso griegos con piel de cristianos. Y si rascamos un poco en nuestra piel encontramos al griego que todos llevamos. Ese amor por el conocimiento, esa actitud combativa, incluso soberbia, que ha posibilitado la ciencia occidental se debe a nuestro profundo corazón griego. Y, sin embargo, en relación con el tiempo somos absolutamente cristianos, sin dobleces ni ambigüedades. ¿Quién creó el mundo? ¿cuánto durará? ¿cuándo acabará? ¿qué había antes de que hubiese algo?, son preguntas que desde muy temprana edad les hacen los niños occidentales a sus padres, poniéndoles así en un compromiso filosófico insoportable. Y, sin embargo, ninguna de estas preguntas, donde subyace una concepción lineal del tiempo, podrían haber sido articuladas por un niño griego.
    ¿Qué es mejor ser griego o ser cristiano? Una pregunta que cada cual deberá resolver por su cuenta. Quizá tan impertinente como aquella otra que nos solían hacer en la infancia: ¿a quién quieres más a papá o a mamá? Nietzsche tuvo la delicadeza de planteársela y, tras larga reflexión, el valor de contestarla. Nietzsche, que había tenido una infancia y adolescencia profundamente cristiana (era hijo de un pastor luterano y sacaba sobresaliente en religión), responde, adulto ya, que es mejor ser griego. ¿Y qué se le ocurre para afirmar su helenismo? Precisamente rescatar el tiempo cíclico y desprestigiar el tiempo lineal. Crea entonces una idea sorprendente, el Eterno Retorno. Todas las cosas que suceden ahora han ocurrido exactamente igual en el pasado un número infinito de veces y se producirán exactamente igual, una y otra vez, en el futuro. Con esta idea Nietzsche quiere decirnos muchas cosas. Quiere decirnos que la vida presente es buena, mejor que el cielo incierto que nos promete el cristianismo. ¡Claro que la vida es dura!, un poco infernal si se quiere, pero es digna de nuestro amor, quizá porque es lo único seguro que tenemos. De manera que Nietzsche no sólo está dispuesto a vivir la vida con sus miserias y dolores una vez. Su amor por la vida es de tal envergadura que se dispone a vivirla, exactamente igual, un número infinito de veces. Y, lo que es más importante, hacer de este empeño, de esta afirmación tozuda, motivo último de alegría ¿Hay mayor declaración de amor que ésta? ¿Hay algo más conmovedor que el amor de Bella por la horrible Bestia? La íntima convicción de Nietzsche es que a fuerza de amor también la vida, con sus tragedias y sus dolores, acabará por convertirse en un hermoso príncipe. La vida como valle de lágrimas, como un mal trago que hay que pasar, se desvanece por completo. Y Dios y su poder y su cielo eterno, más allá del tiempo, quedan así abolidos para siempre.
    Atrapado en el tiempo, la divertida película que os quiero recomendar, nos ilustra magistralmente sobre las dos concepciones del tiempo anteriormente aludidas. El director nos sitúa en una perspectiva judeocristiana desde la que contemplar el tiempo. Si prescindiéramos de la clave humorística de la película y la situáramos en la época del rey Salomón, muy bien podría ser un mito más del Antiguo Testamento. Ya el mismo título nos sugiere la idea infernal del tiempo cíclico y laberíntico como una desagradable cárcel de la que se desea escapar, y el tiempo lineal como el escenario al que se desea volver.
    Tres reporteros de televisión viajan a un pueblo del norte de Estados Unidos para cubrir un acontecimiento trivial que ocurre todos los años el dos de febrero. La protagonista es una marmota que está encerrada en un cajón. Tras liberar al animal de su incómodo habitáculo, una especie de traductor preguntará a la marmota sobre el clima de los doce meses siguientes. La expectación de los vecinos es máxima ante la deseada respuesta. Ya desde las primeras secuencias se percibe que Phil, el reportero encargado de ponerse delante de la cámara y narrar el acontecimiento, es una persona frívola y superficial. Para Phil ni la relación con sus compañeros ni su trabajo ni el complicado mundo que le rodea son cosas en las que merezca la pena ponerse a pensar. Siguiendo la clave judeocristiana muy bien podríamos decir que el pecado de Phil, lo que le aleja del sentido de la vida, es precisamente su levedad, su falta de profundidad. Quizá su empeño en «perder el tiempo», ese tiempo concedido por la divinidad para el desarrollo del espíritu y que Phil malgasta irresponsablemente, tirando naipes al suelo. La condena que sufrirá por tan grave falta será ejemplar, vivir una y otra vez la misma jornada, el dos de febrero, el día de la marmota.
    Literalmente atrapado en el tiempo, Phil inicia una serie de cambios en su conducta y actitud que nos son otra cosa que una evolución psicológica que habrá de culminar en la perfección. El proceso perfectivo también es interpretable como una paulatina redención que, una vez realizada, le rescatará del infierno. Al desconcierto inicial del protagonista, cuando comprueba que vive una y otra vez el mismo día, le sigue la picaresca posible en un mundo donde nada tiene consecuencias, de modo que roba y delinque incesantemente buscando diversión. Sin embargo, no tarda en llegar el aburrimiento. Después, la desesperación. Phil intenta suicidarse innumerables veces sin conseguirlo ninguna, es inmortal aún en contra de su voluntad. Con todo el tiempo del mundo por delante, y quizá para paliar el hastío, Phil comienza un paciente proceso de aprendizaje. Se hace un exquisito artista experto en esculpir hielo y tocar el piano. También un ser bondadoso empeñado en ayudar a sus semejantes. Con tal bagaje estético y moral la personalidad de Phil se nos muestra ahora renovada, predispuesto a un enamoramiento verdadero con una mujer. Precisamente es el amor que siente por Rita, su compañera de trabajo, la gota que colmará el vaso de su redención, el último escalón que, una vez subido, le sacará de la cárcel infernal del tiempo circular y le reintegrará en el tiempo lineal. Phil deseaba antes a Rita, sí, pero de un modo leve e insustancial. El amor del que es capaz ahora es el amor ágape, aquel que inicia la asociación matrimonial bendecida por Dios. Nada que ver tiene este amor con el amor eros donde el deseo es siempre lo fundamental, ya sea en su versión trivial, el apetito momentáneo (caprichoso e intranscendente) del cuerpo en presencia de otro cuerpo, o en su versión pasional y excesiva que culmina en la fusión de los amantes en la muerte, presente en tantas historias románticas por todos conocidas. Ninguno de los dos es nunca bendecido por Dios. Precisamente es en este último detalle cuando la estructura judeocristiana de la película se revela más cristiana que judía. Pues si el dios judío es justo e inflexible, el dios cristiano es un ser de bondad y amor que sabe recompensar a sus imitadores.
    No pocas semejanzas encontramos en la película con el mito de Sansón en el Antiguo Testamento. El pecado de Sansón es la atracción sexual e instintiva que siente por Dalila y que el dios judeocristiano sólo puede contemplar como una regresión a la animalidad y un desprecio hacia el espíritu. Sansón es míticamente castigado por tal debilidad. Dalila le vende a sus enemigos contándoles donde reside el secreto de su fuerza. Y Sansón, desposeído ya de pelo y de poder, es encadenado en el interior de un molino donde, como un mísero buey, dará inacabables vueltas haciendo girar la enorme piedra. En el infierno circular del molino Sansón tiene ahora tiempo para reconciliarse con el espíritu, y solo tras desligarse del deseo pasional de eros personificado en Dalila, se culminará la redención y cesará el castigo. Sólo entonces recuperará la línea recta y ascendente del tiempo.

2 comentarios:

Alejandro Sarbach dijo...

Magnífico artículo. Lo utilizaré para trabajar con mis alumnos. ¡Gracias!

Laura Serrano de Santos dijo...

Gracias, Jesús. Cuando coeditaba Letraviva en 2008 y te lo pedí, lo tuve al día siguiente. Ese es el verdadero año de ese artículo. Luego, se cambio, tras mi marcha, la fecha a todos y se puso todo lo de 2008 a 2010, de manera macabra en lo tocante a alguna firma imposible. A algunos de mis colaboradores, se les retiró la edición.
Te regalo esta versión real de este artículo atrapado en el tiempo, que tanto me gustó entonces.

Un abrazo, amigo mío.