viernes, abril 15, 2011

POLÍTICA Y APARIENCIA

Cuenta Plutarco que César admitió públicamente que no consideraba responsable de adulterio a su esposa Pompeya. Y sin embargo, la repudió. Acto seguido añadió la famosa frase: la mujer de César no solo debe ser honrada, además debe parecerlo. El acontecimiento va más allá de la anécdota y es ampliamente desarrollado como categoría por la pensadora Hannah Arendt cuando afirma que en política no hay diferencia entre el ser y el parecer.


A menudo algunos políticos acosados por sospechosas casualidades, informaciones no desmentidas y hechos constatados que ponen en duda su honradez, suelen apelar astutamente a la presunción de inocencia. Pero existe aquí una perversa confusión. Naturalmente en nuestro sistema jurídico todo ciudadano es inocente hasta que se demuestre lo contrario. Y los políticos, en cuanto ciudadanos, también. Faltaría más. No obstante, se mezclan intencionadamente dos mundos distintos: el ámbito de lo jurídico y el ámbito de la función pública.


La frase de Hannah Arendt distingue implícitamente los dos niveles. En la esfera de la ciudadanía regida por el derecho, a menudo las cosas no son lo que parecen. El ciudadano puede parecer una cosa y ser otra. Por eso el sistema es garantista y salvaguarda su inocencia. Aunque parezca culpable, es inocente si no se puede demostrar su culpabilidad. El derecho asume como mal menor que un culpable quede sin sanción ante la posibilidad de que un inocente sea castigado. No podría ser de otra forma si queremos evitar la arbitrariedad jurídica propia de las tiranías. Tolerar esta potencial injusticia es necesario para el bien común. De otro modo no podríamos dormir tranquilos. Pero en el ámbito político el planteamiento debe ser diferente. Precisamente para que podamos dormir tranquilos.


Solemos olvidar que la democracia moderna, más allá de la participación política de los ciudadanos, conlleva también una sana desconfianza del poder. Por eso Montesquieu considera la independencia de poderes condición insoslayable para que exista una verdadera democracia. Siendo así, unos vigilarán y limitarán los posibles excesos de los otros. El filósofo era consciente, pues, de la perversa inercia del poder y la presunta culpabilidad de los que lo ejercen. ¿Por qué si no iba a proponer su continua vigilancia? Siguiendo la máxima de Hannah Arendt, si un político parece culpable y no demuestra su inocencia, es culpable. Se invierte entonces la carga de la prueba. No obstante, la culpabilidad es política, no jurídica. Esto es, debe cesar inmediatamente de su cargo. ¡Claro que habrá algún político inocente sancionado políticamente! Obvia injusticia. Pero no trágica. Pues prima de nuevo el bien común y la tranquilidad de la ciudadanía: es preferible que un inocente sea sancionado políticamente a que un culpable siga ejerciendo sus funciones públicas, pues siendo su actividad voluntaria, debe primar la ejemplaridad frente al presunto derecho a “su puesto de trabajo”.


Vemos y oímos en los medios de comunicación cómo el político acosado por datos que cuestionan su honradez se defiende con argumentos peregrinos: soy inocente, ningún tribunal me ha juzgado todavía y están ustedes acabando con mi carrera política. Además de una elemental falacia ad misericordiam, donde pretende ganar la partida mostrándose como una indefensa víctima, menciona la política como si fuese una profesión. Perversa equivalencia. La función pública es interina y debe estar motivada por una vocación de servicio a la Comunidad o por un imperativo que se debe asumir sin interés personal. No debe ser objeto de condescendencia ciudadana ni mucho menos conllevar privilegio alguno. Más bien todo lo contrario. La representación política es un honor. La honradez, su básica condición; y además parecerlo, ineludible exigencia. Si César fuese un ciudadano más, no repudiaría a Pompeya. Pero lo hace precisamente porque es César. En una verdadera democracia si algún político no repudia a Pompeya, deberán ser sus jefes y el resto de ciudadanos los que se lo exijan. En innumerables debates y discursos públicos este concepto que he intentado bosquejar aquí se suele expresar con dos palabras: responsabilidad política.


La responsabilidad política, que puede a veces parecer un adorno prescindible situado en algún lugar indeterminado entre lo estético y lo ético, debe ser, sin embargo, tan consustancial al político como el valor al soldado.


En España la responsabilidad política brilla por su ausencia. El político que “parece deshonesto” calla hipócritamente o se despacha con cínica desenvoltura. A veces con irritante desenvoltura, diría yo. No obstante, no dimite. Sus jefes no lo cesan. Y lo que es peor, muy a menudo los votantes lo siguen apoyando. Y esto último es, con mucho, lo más preocupante. El ciudadano tiene el derecho de participar en política de múltiples formas: su opinión, su capacidad de asociación y el sufragio, entre otras. Pero también tiene el deber de sospechar del político. Y de retirar su confianza al dirigente que no parece honrado.


Porque tenemos el deber de desconfiar de ellos, tenemos derecho a criticarlos y desde luego a no votarlos. ¿O aún creen ustedes que el voto es un deber?


Mutatis mutandis Camps como Chaves. Y tantos otros nombres que muy probablemente se agolpan en la mente del avispado lector. También en la mía. Pero el espacio para este artículo es limitado y, como todo en la vida, tiene que tener su fin. Mientras tanto, lámpara en mano, sigamos como Dióneges buscando al verdadero hombre... político.



Ιησούς Πτηνοτροφείο Μεσαίαφωνή

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