domingo, septiembre 06, 2009

HANNAH ARENDT Y LA BANALIDAD DEL MAL 4/5

Hannah Arendt y el caso Eichmann.
Entre aquellos que perdieron esa capacidad de juicio distingue Arendt tres grupos: nihilistas, dogmáticos y muchos ciudadanos normales que siguen fielmente las buenas costumbres.
El nihilista habría llegado a la conclusión de que no hay valores definitivos, de modo que asume unos u otros ocasionalmente y movido por su propio interés. Cuando todo es dudable y no hay ninguna gran idea que defender o creer la única carta segura a la que quedarse es el egoísmo, independientemente de las consecuencias que se deriven de ello. Son los arribistas sin escrúpulos que pululan siempre cerca del poder, de cualquier poder.
El dogmático, quizá huyendo de la ansiedad de un escepticismo incapaz de dar respuestas definitivas a todas las preguntas, asume un dogma rígido que le aporta seguridad. Al concentrar todas sus acciones en un obsesivo ideal, fortalece su voluntad y su capacidad de acción. A este grupo pertenecen los fanáticos políticos y religiosos siempre refractarios al diálogo que pudiese cuestionar sus ideales.
Entre los ciudadanos normales distingue Arendt el tercer grupo irreflexivo: el más numeroso. Estos ciudadanos suelen asumir las buenas costumbres del lugar donde habitan, pero lo hacen acríticamente, fieles al significado originario de moral o ética; la costumbre, precisamente por serlo, es buena.
La cuestión fundamental es que los tres han finiquitado el dialogo con la conciencia, y aunque la conciencia sigue estando ahí, es ya como un extraño. Una conciencia segregada a la cual se le niega el diálogo conlleva que en absoluto retengamos sus discursos: monólogos cada vez más incomprensibles de un raro ser con el que coexistimos, pero con el cual ya no convivimos.
Según Arendt, en la Alemania nazi los mayores males los posibilitaron, y en su caso los produjeron, precisamente estos tres grupos; y dado que sumados constituían más del cincuenta por ciento de la sociedad alemana, el acontecimiento se revela como escandaloso e inquietante.
Quizá entre los dirigentes nazis predominaban los nihilistas y dogmáticos, pero es evidente que entre la población abundaban, precisamente, estos ciudadanos normales.
La cuestión es que sin diálogo interior el dogmático cambia fácilmente de dogma, el nihilista de conducta y muchos ciudadanos normales, de valores
Entre los dogmáticos es conocida la gran cantidad de comunistas alemanes que fueron engrosando el partido nazi en la década de los años veinte. También el nihilista, no exento de cierto cinismo, no tiene escrúpulos en modificar su conducta si la nueva es capaz de procurarle más beneficios. ¿Pero qué ocurre con ese gran número de ciudadanos que no han mostrado nunca ningún rasgo de anormalidad y que en muchas ocasiones han sido considerados incluso ejemplares?
Aquel ciudadano normal que sigue sus buenas costumbres, tras un momento primero de perplejidad en el que el mundo parece caérsele encima, puede aferrarse de nuevo a otras si son las que realizan sus vecinos, las que marca el Estado y las que le recomienda la propaganda a través de los periódicos, el cine o la radio.
Quien tiene unos valores inculcados, incluso fuertemente inculcados, pero en absoluto pensados, reflexionados o examinados, puede sustituirlos tras un momento de crisis. Y esto es lo que según Arendt ocurrió en gran parte de la ciudadanía alemana.
Si exceptuamos a los perseguidos y a los que simplemente tenían miedo, demasiados alemanes hasta ese momento buenos ciudadanos en el sentido tradicional del término, toleraron, participaron en algún grado o aplaudieron al nazismo.
Según Hannah Arendt, en ese momento algo inédito ocurrió en la Historia. Algo que debemos intentar comprender.
Hasta ese momento todos creíamos saber que nuestras debilidades nos pueden hacer matar o mentir, aun sabiendo que no se debe hacer. Y si no somos psicópatas desalmados incluso en ese caso el diálogo interior se sigue manteniendo, aunque más o menos tormentosamente. Lo nuevo en los totalitarismos del siglo XX no es que el incumplimiento de la norma ética por gran parte de la población. Lo novedoso y por ende lo más difícil de comprender es que las propias normas se hayan invertido con tanta facilidad. En lugar de no matarás, matarás, parecen promulgar los nazis; en lugar de no mentir, mentirás, señalan los bolcheviques. Lo escandaloso es que gran parte del mundo lo asumió, y que el mundo mismo no se derrumbó.

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