miércoles, junio 10, 2009

LECCIONES DE LOS MAESTROS

Yo describiría nuestra época actual como la era de la irreverencia. Las causas de esta fundamental transformación son las de la revolución política, del levantamiento social (la célebre «rebelión de las masas» de Ortega), del escepticismo obligatorio en las ciencias. La admiración —y mucho más la veneración— se ha quedado anticuada. Somos adictos a la envidia, a la denigración, a la nivelación por abajo. Nuestros ídolos tienen que exhibir cabeza de barro. Cuando se eleva el incienso lo hace ante atletas, estrellas del pop, los locos del dinero o los reyes del crimen. La celebridad, al saturar nuestra existencia mediática, es lo contrario de la fama. Que millones de personas lleven camisetas con el número del dios del fútbol o luzcan el peinado del cantante de moda es lo contrario del discipulazgo. En correspondencia, la idea del sabio roza lo risible. Hay una conciencia populista e igualitaria, o eso es lo que hace ver. Todo giro manifiesto hacia una élite, hacia una aristocracia del intelecto evidente para Max Weber, está cerca de ser proscrito por la democratización de un sistema de consumo de masas (democratización que comporta, sin duda alguna, liberaciones, sinceridades, esperanzas de primer orden). El ejercicio de la veneración está revirtiendo a sus lejanos orígenes en la esfera religiosa y ritual. En la totalidad de las relaciones prosaicas, seculares, la nota dominante —a menudo tonificantemente americana— es la de una desafiante impertinencia. Los «monumentos intelectuales que no envejecen», quizá incluso nuestro cerebro, están cubiertos de graffiti. ¿Ante quién se ponen en pie los alumnos? Plus de Maîtres [¡no más maestros!] proclamaba una de las consignas que florecieron en las paredes de la Sorbona en mayo de 1968.
Cientificismo; feminismo; democracia de masas y sus medios de comunicación. Las «lecciones de los Maestros» ¿pueden, deben sobrevivir al embate de la marea?
Yo creo que lo harán, aunque sea en una forma imprevisible. Creo que es preciso que así sea, La libido sciendi, el deseo de conocimiento, el ansia de comprender, está grabada en los mejores hombres y mujeres. También lo está la vocación de enseñar. No hay oficio más privilegiado. Despertar en otros seres humanos poderes, sueños que están más allá de los nuestros; inducir en otros el amor por lo que nosotros amamos; hacer de nuestro presente interior el futuro de ellos: ésta es una triple aventura que no se parece a ninguna otra. Conforme se amplía, la familia compuesta por nuestros antiguos alumnos se asemeja a la ramificación, al verde de un tronco que envejece (yo tengo alumnos de los cinco continentes). Es una satisfacción incomparable ser el servidor, el correo de lo esencial, sabiendo perfectamente que muy pocos pueden ser creadores o descubridores de primera categoría. Hasta en un nivel humilde —el del maestro de escuela—, enseñar, enseñar bien, es ser cómplice de una posibilidad trascendente. Si lo despertamos, ese niño exasperante de la última fila tal vez escriba versos, tal vez conjeture el teorema que mantendrá ocupados a los siglos. Una sociedad como la del beneficio desenfrenado, que no honra a sus maestros, es una sociedad fallida. Pudiera ser que fuera éste el significado radical de la pornografía infantil. Cuando hombres y mujeres se afanan descalzos en buscar un Maestro (un frecuente tropo hasídico), la fuerza vital del espíritu está salvaguardada.
Hemos visto que el Magisterio es falible, que los celos, la vanidad, la falsedad y la traición se inmiscuyen de manera casi inevitable. Pero sus esperanzas siempre renovadas, la maravilla imperfecta de la cosa, nos dirigen a la dignitas que hay en el ser humano, a su regreso a su mejor yo. Ningún medio mecánico, por expedito que sea; ningún materialismo, por triunfante que sea, pueden erradicar el amanecer que experimentamos cuando hemos comprendido a un Maestro. Esa alegría no logra en modo alguno aliviar la muerte. Pero nos hace enfurecernos por el desperdicio que supone. ¿Ya no hay tiempo para otra lección?

Nota: el presente texto pertenece a la obra de George Steiner "Lecciones de los maestros"